Carlos Valmore Rodríguez
Esta semana viví una experiencia que me partió el alma. Después de cenar con unos colegas le di la cola a uno de ellos, que vive en El Paraíso, cerca de la redoma de La India. Mientras rodaba me percaté de que a uno de los cauchos le faltaba bastante aire. Como ya era pasada la media noche le pedí al colega que me acompañara a buscar una estación de servicio. Entramos a la que está en la redoma, pero ahí no había manguera. Recordé mis días de ucabista y le comenté al amigo mío: vamos a buscar la bomba que está saliendo de la Católica. Cuando llegamos aquello se veía todo oscuro y bastante tenebroso. En esas avistamos a alguien caminando como un aparecido en la estación de servicio. “Mira, ahí hay un bombero, vamos a preguntarle”, dije. Él iba caminando y nos daba la espalda cuando lo llamamos. Al voltearse quedé paralizado de la impresión: aquel bombero que deambulaba por la lóbrega nocturnidad caraqueña como un mendigo era Carlos Quintana, uno de los grandes bateadores de la pelota venezolana en los años noventa.
Quise preguntarle qué hacía allí en mitad de la oscurana. Quise indagar si tenía hogar, si tenía familia. Pero no podía entregarme al reportaje interpretativo en ese sitio, a esa hora y con ese caucho espichado. Al final solo le hice una interrogación: “Carlos, ¿hay aire para los cauchos?” El ex grandeliga, uno de los pocos venezolanos que ha remolcado seis carreras en un inning bajo la cúpula de las mayores, respondió con voz de ultratumba: “Cómo está esa gente”, “para dónde van por ahí” y “esto está cerrado”. “El Cañón”, “El orgullo de Mamporal”, el hombre que llegó a acumular más de un millón de dólares en el circo máximo y que tuvo la desgracia de voltearse en una camioneta cuando se aprestaba a consolidarse con los Medias Rojas de Boston, aparecía ante mis ojos con fachas de indigencia.
En verdad lo reconocí porque lo vi un par de veces en el estadio Universitario, a donde acudía a pedir ayuda. De hecho Bob Abreu estaba muy interesado en tenderle una mano. Pero lo que yo ignoraba era que se hallara en tan precario estado. Nada que ver con el voluminoso slugger que sembraba el terror con las Águilas del Zulia y que se dio el lujo de sentar durante una temporada a Mo Vaughn, principal prospecto de Boston en las nacientes de la década pasada. Humberto Acosta me contó que, pocos días antes del accidente, fue a entrevistar a Quintana en el edificio de Montalbán en el que vivía el pelotero. “Supongo que todavía tiene ese apartamento”, cruzaba los dedos la principal referencia del periodismo escrito venezolano en la fuente beisbolera.
Quintana andaba penando a menos de un kilómetro de la sede del IND, donde funciona la Fundación de Ayuda al Atleta y ex Atleta. Me nace un dilema ¿Debe ser Quintana amparado por la cobertura social que brinda ese organismo estatal? En principio, no. Quintana fue un atleta profesional, no participó en selecciones nacionales de alto rendimiento. Su talento lo usó siempre para su propio beneficio y ganó bastante plata. Se supone que Fundaexa nació, sobre todo, para salvaguardar a los deportistas amateur que representaron al país y apenas recibían lo que el gobierno les proporcionaba. Fundaexa es para Morochito Rodríguez, no para Quintana, quien en teoría tendría que ser socorrido por la Asociación de Peloteros.
Pero hay grises en esta gama. Por el solo hecho de ser ciudadano venezolano, Quintana goza, por mandado constitucional, del derecho a una vivienda cómoda e higiénica, a salud gratuita y de calidad, a ser alimentado, a ser incluido en la sociedad. Ya que es atleta, pues qué mejor institución que Fundaexa para sacarlo del apuro. Quintana, como ser humano, tiene derecho a una vida digna, sin importar la mala cabeza que tuvo y que lo llevó a evaporar más de un millón de dólares. Si ningún particular le arroja un salvavidas, el Estado tiene la obligación de zambullirse y sacarlo del agua. Somos una sociedad, no una jauría que deja atrás a los menos aptos.
@CarlosValmore